Paul Thomas Anderson adapta por primera vez a la gran pantalla una novela de Thomas Pynchon, dando como resultado Puro Vicio, un filme lisérgico que retoma en clave de humor los mejores elementos del noir de los setenta.
Advertencia: a los que esperen una película épica con personajes atormentados y diálogos de fuerte intensidad emocional al estilo de Magnolia o Pozos de ambición que empiece a desengañarse.
Puro vicio (como ha sido traducida en España Inherent Vice) nada tiene que ver con la carga dramática de la obra más solemne del director estadounidense. En esta ocasión, Anderson ha decidido quitarle hierro a su trabajo, regalando a los espectadores una cinta cuya comicidad y extravagancia la acercan más a las delirantes Boogie Nights y Punch Drunk Love. Algo que, sin duda, se echaba en falta.
Dirigida sin pretensiones y como un ejercicio de estilo, Puro vicio se encuentra lejos de conquistar jurados y hacerse acreedora de premios internacionales. No obstante, y al igual que la novela de Pynchon, posee una gracia que emana de ese retrato nostálgico que hace el escritor de la ciudad de Los Ángeles, fuertemente ligado al periodo de la contracultura norteamericana.
Por sus páginas desfila una fauna hilarante de personajes descocados: surfistas puestos de ácido, proto-hackers fumetas, comunas de moteros que proclaman la raza aria, dentistas enfarlopados, alguna que otra femme fatale y magnates corruptos que campan a sus anchas especulando con terrenos aquí y allá, son solo algunos de los especímenes que pueden encontrarse en la California gobernada por Ronald Reagan.
Mientras la juventud del Verano del Amor cantaba esperanzada la letra de John Philips llevando flores en el pelo, la reflejada por Anderson y Pynchon está marcada por los excesos y la paranoia reinante tras la Guerra de Vietnam, así como por el encarcelamiento de un desquiciado Charles Manson, mencionado varias veces en el libro y al que también se alude durante el metraje.
Puro Vicio posee un encanto que emana del retrato nostálgico de la ciudad de Los Ángeles, fuertemente ligado a la contracultura estadounidense.
En mitad de este abrumador mosaico de referencias populares –la banda sonora es un elemento clave en el libro y la película- destaca su protagonista Doc Sportello, un detective en sandalias pasado de rosca y enganchado a la marihuana, cuyo cinismo le asemeja al de otros detectives de culto como el Philip Marlowe de Un largo adiós (Robert Altman, 1973) o el Jack Gittes de Chinatown (Roman Polanski, 1974), outsiders de la justicia que despiertan recelos entre los agentes de la Ley y que se encuentran desamparados ante las fuerzas de poder que dominan la urbe.
La interpretación que hace Joaquin Phoenix del investigador privado viene a reafirmar, una vez más, que el actor forma parte de esa élite privilegiada de artistas capaz de adaptarse sin esfuerzo a todo tipo de papeles dispares entre sí, llegando a ser, incluso, el único elemento que mantiene el pulso de la narración. Y como toda película de cine negro que se precie de serlo, dicha narración está plagada de giros argumentales, desapariciones y pistas falsas, en la que no falta un buen McGuffin: una misteriosa barcaza que responde al nombre de “El colmillo dorado” y que alimenta las fantasías de Sportello y compañía bajo los efectos del cannabis.
El cinismo de Doc Sportello le asemeja al de otros detectives de culto como el Philip Marlowe de Un largo adiós o el Jack Gittes de Chinatown.
El resto de personajes, a los que da vida un elenco de rostros conocidos – Josh Brolin, Reese Whiterspoon, Owen Wilson y Benicio del Toro, entre otros- pasan por la cinta de soslayo, sirviendo como contrapunto al lucimiento e histrionismo de Phoenix, crecido en un carisma del que los demás adolecen.
El resultado final: un noir simpático con diálogos surrealistas y llamativa factura visual que consigue esbozar una sonrisa en el espectador. Se erige, además, como una buena adaptación cinematográfica de un autor tan complejo como Pynchon, lo cual no es moco de pavo.
Merece la pena ver Puro vicio solo para empaparse del espíritu nostálgico hacia una época tan decadente y confusa como encantadora. Porque todo podía suceder en Gordita Beach durante la era pre-Nixon.#
– Artículo publicado en The Way Out Magazine el 03/2015.