Antes que Alejandro González Iñárritu con Birdman, han sido varios los cineastas que han ambientado en el show business historias sobre la vida de un actor en horas bajas, desde Billy Wilder hasta Paul Thomas Anderson.
No todo son champagne, premios y paseos por la alfombra roja en el mundo del espectáculo. Si no, que se lo pregunten a Margo Channing, aquella veterana de la escena a la que una joven aparentemente inocente trataba de levantarle el trono (y el novio) en Eva al desnudo, de Joseph L. Mankiewicz.
Ya sea cine o teatro, el negocio del entretenimiento ha generado siempre una fauna de artistas criados entre bambalinas y excesos que son carne de guión cinematográfico.
Uno de los periodos más convulsos para el oficio de actor fue, sin duda, el provocado por la aparición del cine sonoro, que se cobraría la voz de unas víctimas desorientadas ante aquella nueva forma de rodar. Dicho contexto inspiraría a Billy Wilder a la hora de crear a su trastornada y patética diva del celuloide, Norma Desmond, para quien las películas se habían quedado demasiado pequeñas en la magnífica El crepúsculo de los dioses. Sobre esta marginación sufrida por las estrellas mudas, y con un tono más amable, volvería en 2011 el director Michel Hazanavicius con la igualmente premiada The Artist.
Fuera del séptimo arte, aunque muy ligado a éste se ha retratado también el ocaso del actor de variedades, teniendo su máximo exponente en la conmovedora Candilejas, donde un comediante entrado en años pasa largos ratos empinando el codo para olvidar el rechazo del público.
Irónicamente, la última película de Charles Chaplin le haría compartir junto a otro gran olvidado -Buster Keaton- una escena cómica y dramática a partes iguales, en la que ambos se preparan para representar su último gag. Nunca antes el juego de luces y sombras había simbolizado tan bien el ascenso y caída del artista.
De manera menos emotiva y rozando el terror psicológico se evidencia el descenso a los infiernos de una actriz de vodevil en ¿Qué fue de Baby Jane? (Robert Aldrich), con una desmejorada Bette Davis que tortura a su hermana inválida, una estrella de Hollywood que ha conseguido eclipsarla y que aparece encarnada por Joan Crawford. La rivalidad entre ambas actrices dentro y fuera del plató llegaría al punto en que las escenas de enfrentamiento físico no serían, únicamente, fruto de la actuación.
Siguiendo la estela del terror pero con tintes cómicos, destaca Martin Landau dando vida en Ed Wood de Tim Burton al Bela Lugosi decrépito de los años cincuenta, actor encasillado en papeles de Drácula que sería enterrado al final de su vida con el traje de vampiro que tanto le había caracterizado. Otro ejemplo de intérprete que, al igual que el Keaton-Birdman de Iñárritu, acabaría siendo fagocitado por su propio personaje.
Y paralelamente a la de Hollywood, Paul Thomas Anderson retrata en Boogie Nights otra industria (la del porno) durante la década de los setenta, a través de la joven y “dotada” promesa Dirk Diggler, alias del actor inspirado en John Holmes, quien vería su carrera truncada rápidamente por el abuso de metanfetaminas.
Una vez más, el exceso es recurrente en guiones de películas como Somewhere (Sofia Coppola) y la muy mejorable Llamando a las puertas del cielo (Wim Wenders). Mientras en la primera se muestra a un Stephen Dorff hastiado que encuentra consuelo entre los muslos de chicas atractivas y adineradas, la cinta de Wenders retrata a un Sam Shepard estancado en papeles de vaquero, que busca rehacer su vida y se consuela a golpe de lingotazo de whisky. La una refleja una Ciudad de los Ángeles sin alma, poblada por mansiones de lujo donde las drogas de diseño se sirven en bandeja de plata; la otra emula los cuadros de Edward Hopper, con paisajes saturados y poco transitados que acentúan la soledad de los personajes.
Finalmente, en un repaso a los filmes que retratan la decadencia del actor se destaca como una agradable sorpresa JCVD de Mabrouk El Mechri, donde el héroe de acción Jean-Claude Van Damme se ríe de sí mismo haciendo constantes guiños a la industria que le ha dado de comer (John Woo y Steven Seagal incluidos), y acaba rompiendo la cuarta pared con un monólogo de quitarse el sombrero. Sí, habéis leído bien: Van Damme vale para algo más que para repartir mamporros a diestro y siniestro.
Pasar del aplauso y los flashes de las cámaras al desprecio y la burla del público puede llevar a un odio hacia el propio oficio que provoca conflictos interesantes -exigencias del guión-. Sin embargo, muchas de estas películas revelan a un intérprete que no puede dejar de serlo, por muchas batallas que libere consigo mismo. Tal y como dice un cansado Charles Chaplin en Candilejas: “También odio la vista de la sangre, pero ésta corre por mis venas.” #
– Artículo publicado en The Way Out Magazine el 01/2015.